La puerta del diablo

Una versión popular medieval del relato del Génesis nos cuenta que cuando Dios creó a Eva, a partir de la costilla de Adán, le otorgó un semblante encantador, aunque se olvidó de un detalle. “Se olvidó de hacerle un coño, ¡tan poca atención le dedicó!”. El Demonio, que rondaba el Paraíso, se acercó a echar un vistazo a las partes bajas de la mujer que Dios acababa de crear. Alarmado, el Diablo dijo: “Señor, has cometido un grave error. ¡La mujer está incompleta!”. Con enfado, Dios le respondió que no tenía tiempo de atender ese asunto, de manera que invitó al Demonio a completar la tarea “sin añadir nada a lo que él ya había hecho ni remover nada de su obra”. El Demonio prometió hacerlo tal como se le solicitaba. Enseguida, reunió las más variadas herramientas cortantes, cinceles, azadones, hachas afiladas, palas zanjadoras. Al fin, decidió que no había mejor herramienta que una pala afilada y, sin perder más tiempo, la hundió entre las piernas de Eva hasta tocar el mango. Así es como fue creado el primer coño. El relato añade que el Demonio se acuclilló delante de la primera mujer y, como último retoque a su obra maestra, se pedó en su lengua.

Esta historia, que data del siglo xiii y cuyo título original en francés es Du con qui fu fait a la besche (El coño hecho con una pala), pertenece al género cómico medieval de los fabliaux, relatos breves a menudo escritos en lengua vernácula, cuyas tramas, ostentosamente obscenas, suelen girar en torno a triquiñuelas sexuales. Los fabliaux son igualmente célebres por presentar estereotipadas batallas entre los sexos, exhibiendo a menudo representaciones degradantes de personajes femeninos, en especial esposas regañonas y lascivas, así como violencia sexual y física entre hombres y mujeres. Siguiendo esta línea, la reelaboración obscena del Génesis que encontramos en este fabliau nos advierte que la excesiva locuacidad y la risa de la mujer son obra del Diablo quien, tras crear su sexo, se tiró un pedo en la boca de Eva. Por esa razón, sostiene el relato, todas las mujeres, sean viejas o jóvenes, “parlotean y bromean tanto” (Por ce bordele et jengle tant). La moraleja de la historia es como sigue:

… ellas han destruido a muchos hombres buenos,

que han sufrido y han sido deshonrados

y por ellas han perdido la riqueza que alguna vez poseyeron.

Al mostrarnos el nacimiento conjunto y demoníaco del sexo y la boca de las mujeres, este fabliau nos enseña una de las versiones más crudas del tópico de la os vulvae inventado por San Jerónimo (340 – 420 d.C.). Este padre de la Iglesia católica romana fue el encargado de redactar la llamada Biblia Vulgata, la traducción oficial de las escrituras al latín que se leyó por más de mil años durante toda la Edad Media europea. Jerónimo dedicó largos años a esta tarea y, según cuenta la leyenda, trabajó en su traducción incluso cuando se retiró al desierto de Siria para vivir como anacoreta, entregado a la oracion en medio de las mas rígidas austeridades. Inspirados en una febril traducción Jerónimo de Proverbios 30:16 (Infernus, et os vulvae, et terra quae non satiatur aqua: ignis vero numquam dicit: Sufficit), los teólogos medievales no trepidaron en unificar la boca femenina, la vulva y la fosa del infierno en un solo orificio pecador.


San Jerónimo traduciendo las escrituras, Caravaggio, 1605-6

La historia de cómo el Diablo cavó el coño de Eva es, asimismo, un buen ejemplo de cómo este motivo llegó a ser común tanto en la cultura letrada de la Edad Media como en el imaginario popular. La literatura cómica medieval está plagada de retratos de mujeres que reproducen a esta Eva doblemente marcada por el demonio. Mujeres cuyas bocas son descritas como lugares de maldad, donde el habla se convierte en otra forma de pecado; mujeres tan habladoras y bromistas como lascivas y desvergonzadas, que suelen traicionar a sus maridos o amantes y llevarlos a la humillación o incluso a la destrucción. En ellas, boca y sexo aparecen moldeados por la misma mano luciferina; ambos orificios conducirían directamente a aquella barranca honda y absorbente que nunca se llena. Todavía más: el contacto con estas mujeres solo viene a demostrar que la os vulvae es una sola con la os inferni.

La boca infernal de las mujeres es un tropo recurrente dentro de lo que los medievalistas suelen llamar la tradición misógina, antifemenina o “antifeminista” que atraviesa la cultura letrada del Medioevo europeo. En dicha tradición se combinan orgánicamente los aportes de autores paganos de la Antigüedad grecolatina con las fuentes bíblicas y los autores cristianos; Jerónimo y otros padres desfilan aquí hermanados con autoridades paganas como Aristóteles, Cicerón y Juvenal.

La retórica antimujer se tornó especialmente virulenta a partir del siglo xi, debido, en buena medida, a la necesidad de la Iglesia católica de desincentivar el sexo entre los sacerdotes tras la instauración del celibato obligatorio. De ahí también que la misoginia suela ir de la mano con la misogamia, es decir, la propaganda antimatrimonial. Para estos fines, los escritos satíricos de los paganos prestaban gran utilidad. Los autores cristianos podían, por ejemplo, apelar a Juvenal quien se preguntaba: “¿Por qué recurrir a medidas tan desesperadas como casarse cuando hay tantas formas más fáciles de suicidio?”.

San Jerónimo también fue considerado una autoridad cuando se trataba de repudiar el sagrado vínculo. En especial, sus glosas sobre un texto denominado El libro de oro sobre el matrimonio (Liber aureolus de nuptiis), obra de un autor pagano llamado Teofrasto, ejercieron una influencia casi hipnótica en el “antifeminismo” medieval. En dicho texto, del que solo se sabe por los comentarios de Jerónimo, se concluía que ningún hombre sabio debía casarse. Para argumentar esto se recurría a un agotador listado de los vicios de las mujeres, los que eran ejemplificados mediante diversas anécdotas, entre ellas las historias de Jantipa, la malhumorada esposa de Sócrates, y los relatos de las malas mujeres de la mitología clásica, como Pasífae, Clitemnestra y Erífile.

Ya fuese en la forma de doctos tratados o mediante relatos chuscos y satíricos, el antifeminismo medieval buscaba que los lectores se convencieran de que todas las mujeres eran amantes del lujo, coquetas, habladoras, astutas, hipócritas, volubles, traicioneras, lujuriosas. O, para decirlo con Cicerón, que no había en el mundo algo así como una buena mujer —femina nulla bona est—. Es, por cierto, preocupante advertir que, pese a su notable antigüedad, este tipo de “lecciones” gozan todavía de estupenda salud y son replicadas cotidianamente por hombres de nuestro tiempo, con un automatismo que no parece requerir el concurso del pensamiento ni la voluntad. Pero, justamente, tanto la irracionalidad como la monotonía repetitiva son rasgos que han caracterizado desde siempre al discurso de los misóginos.

El historiador Howard Bloch nos ha proporcionado una definición práctica de misoginia como “todo acto de habla en el que la mujer es el sujeto de la frase y el predicado un término más general o, alternativamente, el uso del sustantivo «mujer» o «mujeres» con mayúscula”. Cuando los misóginos pronuncian sus aforismos sobre las mujeres, en realidad, están pensando en (y escribiendo sobre) una categoría abstracta en lugar de tener en mente a las mujeres en tanto individuos. Dicho con otras palabras, la estrategia del misógino consiste en hablar de todas las mujeres para no tener que hablar de ninguna en particular. Agrega Bloch que el propósito subyacente a este tipo de enunciados es, en última instancia, remover a las mujeres del reino de la historia; de este modo es posible producir un sujeto femenino esencial, que sobrevuela toda contingencia y que es maldito desde siempre y para siempre.

Uno de los ejemplos más abrumadores de este procedimiento lo encontramos en el famoso anatema que Tertuliano (c. 160-220 d. C.) lanza sobre la totalidad del género femenino al comentar la acción de la primera mujer: “Tú eres la puerta del diablo (diaboli ianua); tú eres la que desata la maldición de ese árbol, y tú eres la primera en dar la espalda a la ley divina”. Para este padre de la Iglesia todas las mujeres son calcos de Eva, desertoras de la ley divina, matriz de toda perdición y puertas infernales.


Figura diabólica con sexo de cabeza de león, Basílica de Saint-Sernin de Toulouse

La diaboli ianua de Tertuliano se fundirá a menudo con la os vulvae de Jerónimo, ofreciendo a la imaginación medieval los materiales para construir un acceso al infierno de forma muy concreta: una puerta que es una vulva cerrada por dos mandíbulas por donde, efectivamente, las almas de los pecadores son arrojadas a las regiones infernales. Hacia el siglo xi, ya es posible observar iconografía cristiana representando la entrada al infierno bajo la forma de una boca o vagina dentada. Cabe observar, sin embargo, que la imagen en sí no es algo nuevo. Desde tiempos arcaicos la Tierra ha sido imaginada como una mujer, una madre como Deméter, y el inframundo o mundo de los muertos ha sido siempre su útero o matriz. En realidad, la verdadera innovación del cristianismo medieval es haber introducido una concepción del infierno como sitio de condenación sin fin, sin esperanzas y sin frutos, y representarlo bajo la forma de una corporalidad femenina que asume un valor unilateralmente negativo o demoníaco.

En los capiteles de las catedrales que, hacia el siglo xii, comienzan a alzarse en Europa nos encontraremos con estatuas y decorados de mujeres monstruosas con una feroz cabeza de león entre las piernas representando la boca del infierno. La imagen reaparece en los misterios o representaciones dramáticas religiosas medievales, en los que, al representarse el juicio final, se ponía en escena, a modo de recurso visual, una boca del infierno de apariencia monstruosa, emulando una ballena o un dragón, cuya función era tragarse a las almas pecadoras condenadas para la eternidad. Así también, los manuscritos medievales son generosos en iluminaciones, decorados y miniaturas retratando el acceso al infierno como un monstruo cuya boca de apariencia vulvar vomita llamas mientras devora a los pecadores.


Boca infernal, miniatura representando el Apocalipsis, Salisbury, siglo xiii

La fusión entre los genitales femeninos y la boca infernal acabó por transformarse en una fórmula retórica de uso común en la Baja Edad Media. Un buen ejemplo de ello lo hallamos en la Rhetorica novissima del maestro de leyes boloñés Boncompagno da Signa (c.1165-c.1240), escrita a principios del siglo xiii. En este manual de retórica se nos presenta un catálogo de metáforas que los escritores podían emplear a la hora de describir a las mujeres, tanto de forma positiva como negativa. Entre estas sugerencias, se puede leer: “Su pubis puede transformarse en una puerta del desorden o en la boca del inframundo”.

Con todo, este tropo misógino también revelará un potencial inesperadamente subversivo cuando algunos escritores cómicos medievales comiencen a emplearlo no tanto en contra de las mujeres, como de los religiosos obsesionados con llamar a la puerta del infierno. En el Decamerón del italiano Giovanni Boccaccio —famosa colección de un centenar de cuentos chistosos y lascivos cuyo público objetivo, al menos según declara el autor en su prólogo, son “damas desocupadas”— nos encontramos con la historia de Alibech, una muchacha cándida y virgen que, deseosa de hallar la mejor manera de servir al Creador, decidió apartarse de las vanidades del mundo y marchar hacia las soledades del desierto de Tebaida. Allí tropezó con la gruta de un joven ermitaño llamado Rústico que, como Jerónimo en el desierto sirio, afligía su cuerpo con ayunos y penitencias. Aunque, en principio, el solitario se niega a recibirla, al final concluye que sería una buena idea someter su firmeza ascética a una prueba mayor. Rústico acepta la compañía de la virgen, pero muy pronto esta cohabitación enciende el deseo en el asceta. Al fin, echando al olvido los pensamientos santos y las oraciones, acaba ideando una estratagema para dar rienda suelta a su lascivia.

Con el pretexto de llevar a cabo un rito para iniciarla en los misterios de la fe, Rústico le explica a Alibech que cuando el diablo se vuelve demasiado arrogante y malhumorado, hay que meterlo inmediatamente en el “infierno” (rimettere il diavolo in Inferno). “Meter al diablo al infierno” es, desde luego, un burdo eufemismo para referirse al coito. Pero, al mismo tiempo, se trata de una metáfora religiosa perfectamente congruente con la tradición patrística según la cual el diablo tiene domicilio entre los muslos de las mujeres.

Boccaccio nos cuenta que la joven Alibech acaba por aficionarse demasiado a esta liturgia lasciva. A fin de cuentas, el infeliz ermitaño, que se alimentaba solo de agua y raíces, no consigue satisfacer los apetitos de la muchacha y no le queda más remedio que implorar clemencia. Es un desenlace coherente, sin embargo. ¿O acaso no es algo natural que la boca infernal de las mujeres acabe extenuando hasta lo sumo al arrogante diablo, desarmándolo y volviéndolo una criatura laxa, suave, ridícula, totalmente indefensa?

Extracto de La Humorista de Eleusis. Una historia de la risa femenina desde la Antigüedad hasta la caza de brujas

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