El culo de Julio César

“Recuerda que eres un hombre,” murmuraba un esclavo al oído del general victorioso mientras entraba triunfante a Roma y era recibido con honores por la comunidad, que lo esperaba para celebrar sus conquistas en el extranjero. Esta escena acontecía durante la Fiesta del Triunfo, una arcaica celebración romana, rebosante del espíritu ambivalente de Baco y de Saturno, que se siguió festejando durante los tiempos de la República y el Imperio. El pueblo de Roma saludaba al caudillo victorioso, aquel que volvía a casa con un gran botín encima, una descomunal hilera conformada por sus prisioneros (nuevos esclavos), con su ejército glorioso y ensangrentado hasta los dientes. Bajo una lluvia de aplausos, el victorioso traspasaba solemnemente la puerta del triunfo, exquisitamente vestido con una toga púrpura y portando un cetro con la figura de un águila. Entonces, aquel hombre era elevado a la altura de un dios.

Los romanos inventaron los arcos del triunfo para darle la bienvenida al héroe nacional, con la creencia de que vengativos fantasmas y demonios enemigos acechaban al hombre encumbrado y exitoso. El triunfo era un momento en que el victorioso se hallaba especialmente expuesto al mal de ojo. De modo que su paso por ese mágico umbral, con el cuerpo revestido de amuletos, era como un baño antiséptico que lo limpiaba y purificaba. Pero esta renovación tenía otros requisitos, que pueden parecernos más extraños.

“¡Mira detrás de ti!” le decía una voz al triunfador. Montado en su carro, parado justo detrás de aquel que intentaba disfrutar del mejor día de su vida, venía ese molesto esclavo aguafiestas que repetía con insistencia: “Recuerda que eres un hombre.” Pero, llegado un determinado momento, la voz del esclavo se apagaba bajo el clamor popular. Entonces, operaba un brusco cambio en la atmósfera festiva. De la nada, los soldados comenzaban a entonar canciones burlescas acerca de su generalísimo, y este debía soportar los improperios más insólitos y degradantes de la muchedumbre, que parecía olvidar a quién tenían al frente, desconociendo la majestuosidad de su porte y la dignidad de su cargo y su linaje.

Giovanni Battista Tiepolo, El triunfo de Marius, 1729.

Se sabe que en el año 46 a. C., el gran Julio César organizó una magnífica Fiesta del Triunfo para celebrar sus sucesivas victorias militares sobre las Galias, Egipto, el Ponto y África, y que estos festejos duraron diez días. El César no escatimó en gastos y agasajó al pueblo de Roma distribuyendo carne en un regado banquete público que se extendió por miles de mesas. Sin embargo, ni las gloriosas conquistas del César ni su pomposa celebración ni sus gratuitos banquetes impidieron que ese mismo pueblo y los soldados que lo seguían, esos mismos que acababan de encumbrarlo a la estratósfera, comenzaran de pronto a empapelarlo con insultos de grueso calibre. De hecho, no dudaron en sacar a relucir la peor de las vergüenzas para este patriarca endiosado y megalómano. Nada menos que aquel episodio juvenil en el que el César supuestamente habría sido amante de Nicomedes, un rey de Asia Menor a quien, según se rumoreaba maliciosamente, se le habría entregado como una reina. Alrededor del carro triunfal, la muchedumbre bailaba cantando en su honor:

“César sometió a los galos, y Nicomedes sometió a César. Ahora César, que sometió a los galos, celebra un triunfo. ¡Y Nicomedes, que sometió a César, no lo celebra!”

Así fue cómo los soldados y el pueblo de Roma humillaron al famoso caudillo militar, al referente obligado e ídolo indiscutido de futuros patriarcas, en su fiesta triunfal. Enrostrándole, entre carcajadas, nada menos que el ingrato episodio de su legendaria “subyugación”, vale decir, su pasiva desfloración anal por el activo falo del rey de Bitinia. Según cuenta Cicerón, gran orador romano y bromista mordaz, César fue conducido por los servidores de Nicomedes hasta la habitación del rey. Allí se cubrió de púrpura y se acostó en un lecho dorado donde la flor de su juventud fue profanada. “Así perdió este descendiente de Venus la virginidad en Bitinia”, remata Cicerón, ironizando con el hecho de que el “femenino” Julio César solía ufanarse de ser descendiente de Venus-Afrodita.

Para los hombres de elite romanos ser tildados de “mujer” era una ofensa gravísima. Tal calificativo no solo ponía en duda la virilidad del aludido sino que también su capacidad de gobernar, tanto a sí mismo como a los demás. Y eso era algo que Julio César no podía ignorar. Menos aún si sus adversarios políticos no perdían ocasión para señalar con el dedo esta mancha en su viril biografía. “¡Yo te saludo, reina!”, solían decirle, entre risitas y murmullos, al verlo aparecer en el ágora y en el Senado. Poco importaba que Julio César también tuviese fama de seductor y mujeriego. En un bullying sin cuartel, sus enemigos retrucaban diciendo que, en verdad, el gran César “era el marido de todas las mujeres y la mujer de todos los maridos.”

Tal vez no exista humillación más estruendosa de un patriarca de la Antigüedad que la Fiesta del Triunfo de Julio César. Pero está claro que ni los soldados ni la muchedumbre romana eran enemigos del triunfador. Esta humillación popular tiene un sesgo distinto a los ataques de sus adversarios políticos. En realidad, esas deshonrosas alusiones a la homosexualidad pasiva del líder romano pueden ser entendidas como parte de la “solemnidad” del rito. Y bien podría decirse que esas burlas e insultos lograron que el Triunfo del César fuese, en verdad, todo un éxito. Pues solo humillándose de ese modo la purificación ritual del triunfador quedaba completa.

¿Estoy diciendo que sacando burlonamente a colación un uso deshonroso de su ano era como el pueblo de Roma contribuía a la purificación del César? Eso digo, precisamente.


A primera vista, la pésima fama que en Occidente le atribuimos tanto a la risa (que, según el refrán, abunda en boca de tontos) como a lo bajo corporal (que llamamos “partes pudendas” o “vergüenzas”) nos induciría a ver en el Triunfo del César apenas una demolición pública de la figura del caudillo romano, una degradación odiosa y quizás también envidiosa. ¡Horror de horrores para el patriarca haber sido montado! La cultura romana reservó ese papel a mujeres y esclavos, en el entendido de que ese era el rol que cabría esperar de los débiles, los que reciben y son dominados por el macho “activo”. Bajo la lógica patriarcal del “penetrar es poseer y dominar,” el papel pasivo es un estigma, un papel reservado para quienes son poseídos y no poseen, porque no tienen dominio ni poder. Y esta idea persiste hasta nuestros días.

Aun en la actualidad se considera que estar abajo y ser el cuerpo penetrado y penetrable es algo que reduce o disuelve la masculinidad y que, en general, denigra o rebaja. Si se trata de un personaje público, un hombre que desempeña un alto cargo de poder, instantáneamente, este uso de su ano lo desvaloriza, lo humilla y degrada su estatura social y política. ¿Puede, entonces, esa burlona intromisión en las partes bajas de uno de los hombres más poderosos de la Antigüedad, específicamente, este público manoseo de su pasivo culo, soportar una lectura elogiosa? ¿Puede un escarnio semejante ser, al mismo tiempo, una insólita alabanza?

Miremos para abajo. Aunque habitualmente no reparemos en ello, la parte de abajo de nuestros cuerpos es sumamente versátil y ciertamente sus significados son múltiples y ambivalentes. En la parte de abajo cada quien tiene una cloaca y un sistema de ductos por donde elimina la orina, los excrementos, la sangre de la menstruación. Como diría el sabio ruso Mijail Bajtin, las partes bajas son nuestra “tumba corporal”, un pozo negro por donde eliminamos los desechos. Pero, al mismo tiempo, allá abajo —vale decir, la zona del vientre, el trasero y los genitales— es un lugar rebosante de erotismo y la vida, el sitio del placer, la curiosidad sensual, también del embarazo y el alumbramiento.

Por lo general, se observa una ambivalencia similar en la creativa procacidad del lenguaje popular, el que, desde tiempos inmemoriales, ha insistido en exponer la vida baja del cuerpo. Ello se aprecia, por ejemplo, en las groserías que nos decimos cotidianamente, como cuando despachamos a alguien (o alguien nos despacha) hacia lo bajo corporal mediante frases del estilo “Vete a…” o “Bésame el…”. Justamente, la expresión “bésame el culo” suele ser entendida como un insulto y una forma de desprecio desafiante; igual cosa podría decirse del injuriante gesto de enseñar orgullosamente las nalgas, que generalmente aparece dirigido en contra de alguien hostil.

David (detalle), Miguel Ángel, 1501-1504

Pero, si lo pensamos mejor, mandar a alguien a besarnos el culo es mandarlo a un sitio de importancia mayúscula. El gran escritor del Siglo de Oro español Francisco de Quevedo, en su escatológico y exquisito tratado titulado Gracias y desgracias del ojo del culo, lo resume de este modo:

“Es más necesario el ojo del culo solo que los de la cara; por cuanto uno sin ojos en ella puede vivir, pero sin ojo del culo ni pasar ni vivir.”

La importancia del culo es tan vital que enviar a alguien allí bien podría considerarse el máximo elogio. Pero pocos poetas le cantan al culo. Además de ser considerada una “mala palabra”, de esas que no debiesen aparecer en los libros “serios,” es muy probablemente la parte del cuerpo más desprestigiada en nuestra cultura, a la vez que el más grande secreto erótico de Occidente: un rincón prohibido.

En el culo solo parece reinar lo negativo, lo descompuesto, lo muerto. Ello se debe a que se lo suele asociar casi exclusivamente con los desechos y la suciedad. Por supuesto, aunque hasta el presente no es inusual el aprovechamiento de las fecas humanas como abono para la agricultura, no pensamos en nuestro propio excremento como algo que dé vida y sea fecundo. Pero “con mierda abundante y pura, se hace crecer la verdura”, decía el poeta. Y bien que nos comemos las verduras que nos hacen crecer sanamente, que los nutricionistas nos recomiendan y que nos ayudan también a la digestión. Es decir, a cagar con más placer y contento, porque, como dijo el filósofo: “No hay contento en esta vida que se pueda comparar al contento que es cagar.

A diferencia de la ingratitud, la vergüenza, el asco y el menosprecio con que solemos mirar lo de abajo, desde la más remota antigüedad las culturas agrarias de todo el mundo han valorado los excrementos, llegando a percibir que nuestras partes bajas (la tumba de nuestro cuerpo) nos conectan con la Tierra Madre (la gran fosa común donde la vida muere y se renueva). Asimismo, las sociedades que basan su vida y su cosmovisión en una relación armónica con la naturaleza han observado en la Tierra tanto un fin como un comienzo. Regresado a la tierra, todo deshecho humano es fértil, toda muerte es vida. También los cadáveres se transforman en abono, al descomponerse.

Por otra parte, el uso “no excretor” de aquel recóndito sitio donde no nos pega el sol ha representado un gigantesco tabú cultural especialmente para los hombres criados en el patriarcado, aunque dicho tabú no ha impedido que el sexo anal haya existido desde la más remota antigüedad. No ocurre lo mismo con el trasero femenino, que, desde la lógica de dominación patriarcal, es pensado y apropiado como un objeto sexual, siempre bajo la atenta mirada masculina; un objeto que se comenta y evalúa, que se desea, que está disponible y es plausible poseer.

Hoy día, por ejemplo, resulta verosímil que dos hombres heterosexuales no hagan otra cosa más que hablar de culos de mujeres y fantasear con ellos. Sin embargo, es también altamente posible que nieguen la legitimidad de su uso en las relaciones homoeróticas entre varones. Y aun es bastante probable que ni remotamente se planteen la posibilidad de explorar sus propios culos, ya sea en soledad o con otros hombres. ¿Y por qué no en sus relaciones con mujeres? Claro está, solo planteárselo bastaría para ser desterrados para siempre del mundo masculino. Ese mundo donde “tener el culo abierto” o que “te rompan el culo” son las ofensas mayores. Ese mundo masculino donde, paradójicamente, el honor parece residir en el culo, aquella parte del cuerpo que ningún hombre que se precie de tal debiese dejarse nunca tocar, tanto menos penetrar.

Pese a ello, es innegable que el culo del hombre no solo expele desechos. Por más que lo nieguen y lo aprieten, no dejará de ser también un canal de goce capaz de recibir penes, lenguas, juguetes, dedos, entre varias otras posibilidades. Porque el culo no solo es tumba o cloaca. Es también un lugar erógeno, legítimo para quien le parezca, como lo es también la vulva, el pene, el clítoris, la boca, la parte detrás de las orejas, el cuello o el pie.

Por último, está claro que, a lo largo de la historia, el culo y sus alrededores han sido también fuente inagotable de la alegría y el humor popular, profundamente conectados con la tierra, la materia y el cuerpo. Y es bajo este prisma que, a mi juicio, habría que interpretar la curiosa humillación pública sufrida por Julio César en su Fiesta del Triunfo, a causa del uso, aparentemente innoble, que le diera a su culo en sus días de juventud.


Rebobinemos un poco. Volvamos al momento inmediatamente anterior a la burla, cuando la muchedumbre romana exaltaba la figura del triunfador, cuando nadie osaba aún mencionar el nombre de Nicomedes, el subyugador. Julio César entra a Roma en gloria y majestad. Pero, de súbito, la atención del protagonista es demandada por una voz que lo llama desde atrás. Y lo trasero es, como sabemos, algo marginal.

“Recuerda que eres un hombre” es la frase que, desde atrás, le susurra el esclavo. Es decir, el individuo ubicado en las antípodas al César. Aquel que, como el culo en relación al cuerpo, es “el señor de abajo” en relación a la pirámide social. ¿Qué trataba de decirle el esclavo? Pues, sencillamente, le aconsejaba humildad. Procuraba ayudarle a que no se le subieran los humos a la cabeza. Su función no era otra que arrastrarlo hacia abajo, para que pusiera los pies en la tierra. Justamente, la humildad —la sabiduría más antigua de todas— se relaciona con la idea de postrarse o arrastrarse en el suelo. Misma relación con lo bajo terrenal encontramos en la humillación. Humildad y humillación derivan del latín humus, tierra, de donde proviene también la humanidad. Es decir, las personas.

Podría decirse que en el rito del Triunfo de Julio César las ácidas burlas y referencias al episodio de Nicomedes cumplen semejante función a la del esclavo susurrante que acompañaba al triunfador. Una forma de decir: Recuerda, oh gran César, que eres un hombre. Recuerda que, además de una corona en la cabeza, tienes un culo allá atrás, allá abajo. Acuérdate, César, que la verdad reside ahí abajo, en tu culo justamente, y no adonde te va encumbrando tu ensueño patriarcal y guerrero ¡Acuérdate, Julio César!

Visto de este modo, la risa popular viene a relativizar las pretensiones de grandeza sobrehumanas del patriarca. La risa colectiva purifica al César dándole una zambullida en lo bajo, de modo de hacerle ver que, por alto que creyera estar, a fin de cuentas no era más que un ser humano corriente, al igual que sus subalternos, que el pueblo de Roma y el esclavo.

Gran lección para un patriarca es aceptar entregarse a este juego de locos que, siguiendo el patrón circular de la rueda de la fortuna, lo expone a la contrariedad de ser elevado y sepultado, de ser, al mismo tiempo, él mismo y su contrario. Gran lección para los patriarcas que se obstinan en trabar por largos años los giros de la rueda de la fortuna, inventando e imponiendo el gusto dominante, la normalidad incontestable, la identidad permisible, el orden incontrovertible, la verdad eterna, necesaria e inmutable, dignarse por fin a aceptar la provisionalidad de los estados, la ridícula futilidad de sus pretensiones, la insolvencia de su afán de poder y dominio, de control y seguridad.

Dos años después de su Fiesta del Triunfo, el 15 de marzo del año 44 antes de nuestra era, cuando el gran Julio César había conseguido concentrar todo el poder de Roma en su persona y ostentaba las pomposas investiduras de pontifex maximus y dictator perpetuo, un grupo de senadores le arrebataría la vida, en una de las conjuras más célebres de la historia occidental. Se cuenta que, tiempo antes del atentado, un ciego vidente llamado Espurina lo había prevenido sobre el peligro que le acechaba en “los idus de marzo” (paradójicamente, los “Idus” eran los días de buen augurio de cada mes para los romanos). Y dio la casualidad de que aquel funesto día en que el César llegaba al foro romano donde, como de costumbre, lo aguardaba una multitud de seguidores que lo aclamaban, se encontró con este vidente-no-vidente. Entonces, aquel contumaz patriarca que le puso su nombre al mes de julio, descendió de la litera en que era transportado por su séquito, llamó al vidente y le dijo riendo: “¡Y bien, Espurina, los idus de marzo ya han llegado!”. A lo que el vidente contestó compasivo: “Sí, César, pero aún no se han ido…”.

Pero este giro de la fortuna ya lo había vaticinado antes el esclavo en la Fiesta del Triunfo del César. En aquel ritual la purificación renovadora solo podía ocurrir en tanto el vencedor aceptara el hecho de que todo triunfo es pasajero. Que, por más que se nos quiera persuadir de lo contrario, todo estado es, al cabo, relativo. El César dejó que la multitud lo humillara en su momento de máxima gloria. Debió reconocer que, así como doblegó ejércitos y sometió pueblos, alguna vez gozó recibiendo y estando abajo. Debió consentir, al menos, que le quitaran públicamente los calzones y que su culo le robara el protagonismo. Y así fue purificado.

En realidad, todo el mundo puede purificarse de lo falso, lo innecesario, gracias al antídoto de la risa y la alegría. El culo de Julio César debiese recordarnos que ese ridículo gusto por la subordinación y el dominio no merece ser tomado en serio. Más vale burlarse de esta cultura patriarcal del poder y del miedo que pretende marcar a fuego las identidades, las sexualidades y los cuerpos. Uno arriba y otro abajo. Uno atrás y otro adelante. Un activo y un pasivo. Un penetrador y un penetrado. Un vencedor y un vencido. ¡Qué soberana ridiculez! En verdad, les digo que todo eso ha sido abolido para bien de la humanidad. Pues una vez Julio César celebró un triunfo. Su corona descendió de su sitial y su culo fue exaltado. Y así, el humilde culo triunfó por sobre aquellos que le procuraron la muerte, por los siglos de los siglos.

Extracto de ¿Macho y hembra los creó? Una historia de la diversidad de género en el mundo antiguo


Deja un comentario

Web construida con WordPress.com.