El Origen del Mundo

Un primerísimo primer plano a la cadera baja de una mujer que nos enseña su vulva y el matorral negro y espeso de su pubis. Ese primer plano corta el cuerpo de la modelo, impidiéndonos ver su rostro, el cual se fuga de la escena oculto bajo una maraña de sábanas blancas. La descripción corresponde a la que, muy probablemente, sea la obra de arte más controvertida y repelida de Occidente. El pequeño lienzo pintado al óleo hacia 1866 pertenece al artista francés Gustave Courbet y, aunque este declinara bautizarlo en su momento, ha sido conocido por el sugerente nombre El origen del mundo (L’Origine du monde, 1866). Una larga historia de censuras y ocultamientos ha acompañado a esta pintura desde su creación.

Se dice que la pintura fue un encargo de un diplomático y coleccionista turco, quien la mantenía oculta tras una cortina verde, que ocasionalmente descorría para sorprender a alguna visita selecta. Se dice también que su siguiente dueño lo adquirió en una subasta y que optó también por mantenerlo escondido bajo otro cuadro del propio Courbet que, irónicamente, representaba un castillo cubierto por un manto de nieve. Lo cierto es que, por más de cien años, el destino del cuadro consistió en caer en manos de diferentes propietarios (entre los que destaca el psicoanalista Jacques Lacan), quienes una y otra vez reiterarían el gesto de poseerlo en secreto y mantenerlo escrupulosamente oculto en las sombras.

Una frase ocurrente nos dice que el sol y la muerte son las dos cosas que no se pueden mirar de frente. La biografía del cuadro de Courbet parece enseñarnos que la vulva debe contarse entre estas cosas que deslumbran e inquietan al punto de preferir cerrar los ojos. De forma análoga, en El jardín perfumado, un antiguo libro erótico árabe —al estilo del Kama Sutra— escrito hacia el siglo xv por el jeque Al-Nafzawi, se aconsejaba no mirar con demasiada frecuencia el interior de la vagina, pues ello ocasionaba la pérdida irremediable de la visión. Como ejemplo se mencionaba lo acontecido con un califa de Damasco que tenía por costumbre examinar el interior de las vaginas de sus amantes. Cuando le advirtieron que eso podía ser perjudicial para sus ojos, el califa se mostró por completo indiferente: “¡Están todos locos! —respondió— “¿O es que acaso existe mayor delicia que esta?”. El califa no modificó la costumbre que tanto placer le ocasionaba y no tardó mucho en quedarse ciego.

A su manera, el gesto de ocultar celosamente el cuadro de Courbet responde al lugar simbólico que ha ocupado el sexo femenino dentro de la cultura patriarcal occidental: el espacio de lo fascinante y lo aterrador, de aquello que, aunque se desee, no se puede mirar fijamente sin correr un riesgo tremendo, incluso mortal. Justamente, al constructo simbólico donde arraiga este terror ancestral algunos estudiosos lo llaman “la vagina dentada”, es decir, el sexo femenino entendido como algo monstruoso capaz de devorarlo todo. A lo largo del tiempo, infinidad de culturas de los más diversos rincones del planeta han replicado este arquetipo a través de cuentos folclóricos, chistes, mitos y leyendas. Lo ocurrido con el califa de Damasco es una variante suavizada de este modelo. Un ejemplo más crudo lo podemos encontrar en el mito creacional griego, donde se menciona que, allá en los tiempos primordiales, Urano, dios celeste, tomó a la diosa tierra Gea, su madre, como cónyuge. Muy pronto, el padre celestial descubre con espanto que entre su descendencia nacería otro dios que lo destronaría. Para evitar esta suerte, Urano toma a Gea por la fuerza —en lo que vendría a ser la primera de todas las violaciones— y se propone perpetuar un coito cósmico interminable, de manera que jamás pudiera salir del interior de Gea la vida que en ella se estaba gestando.

Dentro de Gea se engendraban vidas en cautiverio. Dicha situación no varió hasta que la diosa se confabuló con el menor de sus hijos, Cronos, dios del tiempo —y, por consiguiente, del devenir que todo lo devora—, quien sería el encargado de liberar a sus hermanos, en la primera insurrección surgida desde las profundidades de la matriz de Gea. Con este propósito la diosa le entrega una guadaña afilada —los “dientes”— con la que el joven dios acaba cercenando el celestial pene de su tiránico padre, a quien, en efecto, sustituye.

Empapándose de estas historias se educaban sentimentalmente los antiguos griegos. Sin embargo, debiese llamar la atención que, a tres mil años de distancia, el aprendizaje cultural de los hombres occidentales siga prescribiéndoles el deseo de acceder a las vaginas de las mujeres, pero al mismo tiempo se los llame a sentir asco, a despreciarlas, repelerlas y también temerlas. No se precisa mucho psicoanálisis para comprobar que la “vagina dentada” se nos sigue ofreciendo a diario como una imagen cultural influyente. Desde luego, considerando el casi universal entusiasmo que concita una felación —donde, en efecto, hay dientes implicados que, eventualmente, podrían desgarrar el miembro masculino—, resulta irónico que la vulva y sus jugosidades, incluido el sangrado menstrual, siga manteniéndose como un tabú y prestándose tanto para vergüenzas como para tortuosas y castradoras fabulaciones. Cualquiera sea la anécdota infamante que un hombre conozca sobre la vulva, la moraleja siempre será que dejarse llevar por su succión equivale a quedar por completo despojado de toda voluntad. Hoy, como ayer, mirar de frente la vulva es mirar directamente a Medusa, la Gorgona del mito griego, una mujer-monstruo con cabellera de serpientes venenosas y cuya mirada convertía a los héroes en estatuas de piedra. Medusa misma es la vulva de Courbert y las serpientes son las greñas del vello púbico. Es el símbolo de un caos irresistible y aterrador. Algo que más conviene desterrar a las tinieblas del inconsciente.

Caravaggio, Medusa, ca. 1597 

No fue sino hasta el año 1995 que El origen del mundo al fin salió de la clandestinidad a la luz, cuando pasó a formar parte de la colección permanente del Museo de Orsay, en Francia. Desde entonces se mantiene en exhibición, rodeado de una férrea vigilancia, como un eterno sospechoso o un prisionero en libertad condicional. Sin embargo, cada cierto tiempo, el cuadro parece arreglárselas para suscitar nuevas polémicas. No hace mucho, en 2011, la pintura de Courbet se transformaba en noticia mundial, luego de que Facebook cerrara la cuenta de un usuario que había empleado la imagen del cuadro como foto de perfil, por considerar que vulneraba las condiciones de uso de la red social. Junto con dejar en evidencia la proverbial ignorancia y mojigatería de quienes controlan dicho espacio virtual, el incidente viene a mostrar la feroz alarma que produce la vulva cuando se exhibe de manera explícita, fuera de los magros conductos de difusión que se le han asignado, entre los que destacan la pornografía y, hasta
cierto punto, la higiene.

John Beckley, L’origine du monde de Gustave Courbet y la censura de Facebook, 2016

Lo cierto es que el cuadro de Courbet es una de las víctimas más preclaras de la manía del patriarcado occidental por hacer desaparecer del horizonte todo lo concerniente al sexo femenino. Y es que la práctica habitual en nuestro milenario modelo cultural ha sido suprimir de raíz el sexo femenino de nuestro imaginario, para lo cual, en primer lugar, se lo ha dejado fuera del lenguaje. Es un silencio. El “allá abajo” de las mujeres es una zona innombrable, apenas referible a través de complejos rodeos. La palabra vagina, de origen latino, que es la forma la que con frecuencia nos referimos al sexo femenino, entre los romanos solía significar “funda”, “estuche” o “vaina”. ¿Para envainar la espada? Desde luego.

Teniendo en cuenta nuestro aprendizaje cultural, no ha de extrañarnos que al aludir al sexo femenino sustituyamos el todo por la parte y a esa totalidad la conozcamos como vagina, es decir, por el nombre del conducto que recibe el pene y funciona como canal de parto. ¿No es eso todo cuanto importa saber en relación con el sexo de las mujeres? Lo cierto es que, durante miles de años, al sexo femenino se lo ha entendido exclusivamente como el sitio donde el hombre puede procurarse placer y también reproducirse. Resultaría impensable, por otra parte, que al pene se le designase bajo el nombre de una de sus partes, por ejemplo, escroto.

Otra forma de omitir la vulva consiste en dejarla fuera del ámbito de la representación visual, donde apenas puede vislumbrase como una falta, un hueco, una carencia. Lo dicho se comprueba con la mayor facilidad. Basta con pedirle a cualquiera, a usted, por ejemplo, que tome lápiz y papel y garabatee un pene. Nada más sencillo, ¿no es así? Podemos encontrarlo en cualquier pared, baño, pupitre o pizarra escolar. Una niña pequeña lo conoce aun antes de decidirse a poner un espejo entre sus muslos y mirar qué tiene ella ahí abajo. Su popularidad es tal que de seguro ni el menos diestro de los dibujantes olvidará trazar con gran acierto sus partes constitutivas, pues el modelo se reproduce en cada rincón del mundo. En cambio, si se solicita a cualquiera que dibuje una vulva ¿sería capaz de delinear cada una de sus partes, los labios mayores y menores, el clítoris y la capucha clitoral?

Hasta donde entiendo, El origen del mundo hizo su última aparición mediática durante en el verano de 2014. En esa ocasión, la artista Deborah de Robertis irrumpió en el salón donde se exhibe el cuadro en el museo de Orsay, levantó solemnemente sus faldas y, en cuclillas, justo bajo el cuadro de Courbert, se abrió con sus dedos los labios externos hasta mostrar abierta y claramente la entrada de su vulva. Se trataba de una performance acompañada por una pista del Ave María y un discurso grabado donde repetía una especie de letanía. Los guardias de seguridad no tardaron en expulsar a la performista ante la mirada atónita y el mal disimulado desagrado de todos los amantes de las bellas artes que visitaban el museo.

Performance de Deborah de Robertis, 2014

Actos como este se reiteran cada vez con más frecuencia y, la mayoría de las veces, son tildados de groseros o de pésimo gusto. Esto resulta ciertamente paradójico, teniendo en cuenta que vivimos en sociedades donde prácticas como el upskirting —ese tipo de acoso callejero que consiste en grabar y fotografiar a las mujeres por debajo de sus faldas— resultan del todo habituales y rara vez acaban siendo sancionadas. Sin embargo, la reacción más instantánea e intuitiva cada vez que una mujer levanta sus faldas en un contexto público es de violento rechazo, sobre todo si el gesto parece no coincidir con sus “usos” y “marcos” culturalmente legitimados sino que, por ejemplo, pide ser leído como una forma de desafío y de protesta.

Se ha dicho, con exactitud, que el modelo patriarcal solo cambiará a medida que se genere un desplazamiento simbólico que modifique de manera profunda nuestra relación con la realidad. Por lo mismo, la visibilización de la vulva, que implica una reapropiación de las mujeres sobre lo que, de hecho, les ha pertenecido siempre, constituye un verdadero acto político. Un acto creativo que, junto con generar una nueva imaginería genital femenina, puede enseñarnos otra forma de mirar nuestro mundo. Porque, en realidad, si hasta ahora nos hemos resistido a mirar de frente la vulva no ha sido porque al hacerlo corramos un peligro mortal, sino que, más exactamente, porque la vulva (como las estrellas) corresponde a ese tipo especial de cosas que no se pueden mirar sin pasar a observar el mundo desde ellas. Y nuestro mundo occidental, el mundo histórico y cultural que habitamos, se ve en verdad muy distinto si lo miramos desde la vulva.

Extracto de Víboras, putas, brujas. Una historia de la demonización de la mujer desde Eva hasta la Quintrala


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