Rut y Noemí

Dos mujeres lesbianas desean casarse, pero el juez del Registro Civil se niega a firmar su unión. Viven en un país que se ha negado a legalizar el matrimonio entre parejas del mismo sexo. En la etiqueta del país se lee que es una “República cien por ciento laica”, pero, en buena medida, la moral ciudadana de esa nación no pasa de ser un siamés de la moral confesional.

Lo más alarmante es que, en el mismo instante en que el juez se niega a casar a esta pareja de mujeres, en diversas oficinas del Registro Civil de ese país, así como en diversos templos y parroquias, miles de parejas heterosexuales repiten simultáneamente sus votos matrimoniales diciendo “hasta que la muerte nos separe”. Esas dos mujeres que buscaban casarse tienen toda la razón de sentirse vejadas. En realidad, es el colmo de la desfachatez. Aquellas mismas personas que estiman que las relaciones entre mujeres debiesen ser ilegales y que las condenan por inmorales no solo se han obstinado en negarles sus derechos civiles, sino que además les han robado una frase que, por derecho, les pertenece; ¡y la usan al momento de casarse!

Aquel voto que reza “hasta que la muerte nos separe”, el favorito de Occidente para representar el más alto grado de compromiso del pacto matrimonial, el mismo que se repite en sermones y bodas cristianas para ilustrar el amor ideal de las parejas heterosexuales, fue pronunciado originalmente para expresar el amor entre dos mujeres, Rut y Noemí, tal como puede leerse en la Biblia.

De los setenta y tres libros que componen la Biblia, solo tres se titulan con el nombre de una mujer. Uno de ellos es el Libro de Rut. Ahí se lee que Noemí, una israelita, vivía con su esposo, Elimelec, y sus dos hijos, Mahlon y Chilion, en Belén. Huyendo de la hambruna que azotaba su tierra, la familia se mudó a Moab, al este del mar Muerto. Allí su vida siguió su curso habitual y ambos hijos se casaron con dos mujeres moabitas, llamadas Orfa y Rut. Más tarde, el patriarca de la familia murió. Para colmo de males, los dos hijos de Noemí correrían la misma suerte unos pocos años después. Todos los hombres de la familia desaparecieron sin dejar descendencia.

Estamos ante la peor de las catástrofes que podía ocurrirles a estas mujeres. No olvidemos que habitaban un mundo donde una mujer solo tenía dos posibles lugares de pertenencia social: como hija en la casa de su padre o como esposa en la casa de su esposo. Noemí, ya anciana, comprende que no le queda otra opción más que aceptar su viudez, uno de los destinos más vulnerables en la cultura hebrea. Decide, entonces, regresar a Belén, donde está la familia de su padre y donde espera encontrar caridad y comida. Aconseja a sus nueras que hagan lo mismo y que regresen con sus propias familias. Ella sabe que no puede ofrecerles ningún tipo de apoyo como mujer, y teme ser solo una carga. Sus hijos no les dieron descendencia y aún están a tiempo de encontrar marido entre los moabitas.

Sin embargo, mientras Orfa vuelve “a su pueblo y a sus dioses”, Rut se niega terminantemente a separarse de su suegra. Lo que viene a continuación son las estremecedoras palabras que Rut dedica a Noemí: “No insistas en que te deje o que deje de seguirte; porque adonde tú vayas, iré yo, y donde tú mores, moraré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios. Quiero morir donde tú mueras, y ser sepultada allí. Y que Dios me castigue si no cumplo mi promesa. Nada nos separará, ¡ni siquiera la muerte!”.

Si esa no es una declaración de amor, nunca ha habido otra mejor dicha. No cuesta trabajo advertir que la promesa de Rut ha gozado de gran popularidad, al punto de quedar retumbando en el aire y hacer eco con las palabras que suelen pronunciar las parejas al hacer sus votos matrimoniales: “Unidos hasta que la muerte nos separe”. Aunque, como podemos ver, Rut va todavía más lejos: “Ni la muerte podrá separarnos”.

Philip Hermogenes Calderon, Rut y Noemí, 1886

Incluso la más conservadora y menos anticonvencional lectura de este fragmento observará que, con estos votos, Rut estaba comprometiéndose más allá de todo lo esperable y, asimismo, estaba tomando un riesgo tremendo. Lo más sensato habría sido actuar como su cuñada y volver con los suyos, donde encontraría refugio seguro, dejando a Noemí a su propia suerte. Pero Rut no puede soportar hacerlo. ¿Por qué razón?

El texto bíblico cuenta que, cuando Noemí les dijo a sus nueras que se marchasen, las tres mujeres lloraron desconsoladamente. Entonces, Orfa besó a su suegra, “pero Rut se unió a ella”. Otras traducciones castellanas comunes para esta última frase son: “se quedó con ella”, “se aferró a ella” o “se aferró con firmeza a ella”. Varios autores han reparado en que el verbo hebreo empleado en este pasaje es dabaq (“pegarse”, “unirse”, “aglutinarse” o “adherirse indisolublemente”). Nada menos que la misma palabra hebrea que se usa en el Génesis para describir los sentimientos de Adán hacia Eva luego de que esta es formada a partir de su costilla: “Por tanto el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá (dabaq) a su mujer, y serán una sola carne”.

Así es como la Biblia dice que los esposos deben percibirse entre sí. Pero, específicamente, el verbo dabaq se refiere al papel del varón como iniciador del matrimonio y, asimismo, a la idea de “alianza”, en tanto el hombre “deja” al padre y a la madre y “adhiere” a su mujer. Por lo demás, salvo en el Libro de Rut, en los textos bíblicos este verbo nunca se refiere a una acción femenina.
¿Qué quiere decir, entonces, la promesa de Rut? ¿Qué es lo que realmente ha decidido hacer?

Es perfectamente plausible que Ruth sintiera por Noemí aquello que se supone los esposos deben sentir entre sí. El suyo es un tipo de compromiso similar al de un matrimonio. Solo así se explica que, dejando atrás su propio país, su clan y sus creencias, Rut se arroje rumbo a lo desconocido para vivir como inmigrante en una tierra extranjera. Noemí la había prevenido de que al llegar a Belén no tendría nada que ofrecer: no tiene esposo que la cuide ni hijos con los que Rut pueda casarse. En cierto modo, el ser mujeres viudas e indigentes las transformaba instantáneamente en una minoría social y sexual.

Sin embargo, ante la imposibilidad de la suegra de proveer varones que las protejan y les aseguren una vida estable para el presente y el futuro, Rut toma el papel “del esposo” y se compromete, con toda la seriedad del caso, a ser la protectora y proveedora de Noemí.

Como mujer, viuda, pobre e inmigrante, Rut debe enfrentar todas las dificultades que suponía vivir de forma independiente en un mundo severamente patriarcal. Durante la temporada de cosecha, se cuela en los campos de cebada para recolectar las espigas que los segadores van dejando atrás. Pronto comprende que es mejor ir unida a las campesinas; tal como hoy, los segadores representaban un peligro al acecho en el camino.

Alexandre Cabanel, Rut 

Mediante esta incansable labor, Rut consigue lo indispensable para vivir con Noemí. Pero esa relativa independencia no podía durar mucho. Era costumbre en aquellos tiempos que las mujeres pobres y viudas fueran “redimidas” por algún pariente cercano —lo que equivale a decir “reapropiadas”—, a objeto de que la herencia fuese recobrada y regresara a la familia del patriarca. Aunque la prioridad para reclamar la herencia recaía en el hermano de su difunto esposo, Noemí sabía que Booz, un pariente lejano y entrado en años, le había echado el ojo a su joven nuera mientras trabajaba en el sembradío. Por esa razón la suegra le aconseja a Rut recurrir a una audaz jugada: seducir a Booz y proponerle matrimonio. La estrategia resulta exitosa. Booz consigue que el pariente más cercano desista de reclamar la herencia de Noemí y se casa con Rut.

Pero ¿acaso no contradice la hipótesis de una posible relación amorosa entre Noemí y Rut el que esta última se haya casado con Booz? Es preciso considerar que para los israelitas no era concebible que una mujer soltera viviera sola, y dos mujeres viviendo de manera independiente, como Noemí y Rut por un breve periodo, era sin duda algo que no se veía todos los días. En realidad, no es descabellado pensar que Rut decidió casarse para protegerse a sí misma y a su suegra, pues como sabemos era prácticamente imposible para una mujer sobrevivir sin la protección de un hombre en la cultura hebrea. Sin embargo, las mujeres saben bien cómo inventar estrategias de sobrevivencia para sobrellevar las estrecheces del patriarcado. Escoger a Booz —porque ellas lo escogieron— bien puede verse como una estrategia de sobrevivencia.

Como sabemos, tal como era un requisito para las mujeres hebreas estar casadas, también lo era tener hijos. De modo que pronto Rut queda esperando un hijo de Booz. Con todo, es altamente significativo que, cuando Rut queda embarazada, el texto bíblico omite por completo mencionar al padre. Por el contrario, dice que fue su nodriza y las mujeres vecinas quienes le dieron un nombre, diciendo: “Le ha nacido un hijo a Noemí”. A Noemí, y no a Booz. El nacimiento es una escena exuberante y muy femenina. Y ese niño, criado por ambas mujeres, fue después el abuelo del rey David, de cuyo linaje, se dice, descendió Jesús.


Michelangelo Buonarroti, Rut y Obed, 1508-1512

A mi modo de ver, nada deslegitima esta interpretación amorosa de la relación entre esta arrojada nuera y su suegra. Y es, sin duda, el mejor ejemplo que nos proporciona la tradición judeocristiana de lo que podría haber sido un amor entre dos mujeres, capaz de superar el amor hacia los hombres. Desde luego, algunas personas no verán en aquello más que la amorosa lealtad entre una suegra y su nuera. Y dirán, de paso, que el que escribe estas líneas es un pervertido con cerebro de cloaca. Pero lo más curioso es que alguien también dirá: no hay una sola línea en el texto bíblico que permita suponer que ambas mujeres tuvieran relaciones sexuales.

Es verdad. Pero tal objeción merece, a lo menos, dos comentarios. En primer lugar, el amor sexual entre mujeres ha estado siempre escondido de la visión pública. Si esto sigue aconteciendo en nuestros días, basta imaginar cómo habrá sido en los tiempos antiguos. Sabemos, además, que los hombres eran quienes monopolizaban la escritura; y esto ha comenzado a variar no hace mucho. Es posible conjeturar, entonces, que los varones de Israel no se molestaran en tomar nota de las relaciones lésbicas de sus propias esposas y de las esposas de sus vecinos, aun si se hubiesen enterado de su existencia. Pareciera, de hecho, que la Antigüedad no pensó en absoluto en el lesbianismo, al menos no como lo entendemos ahora, ni para exaltarlo ni para condenarlo. De ahí que, por ejemplo, si bien el Antiguo Testamento condena la homosexualidad masculina, en libros como el Levítico y el Deuteronomio nada se explicita acerca del sexo entre mujeres.

No obstante, si de las relaciones sexuales entre mujeres prácticamente no hay registros en la Antigüedad —ni en buena parte de la historia occidental— ello no quiere decir que no existiesen. Más bien, esta eventualidad nos remite al escaso interés que los hombres han manifestado por conocer todo cuanto las mujeres hacían entre ellas. Era algo sin importancia, cosa de mujeres. Curiosamente, acaso haya sido esta misma indiferencia, teñida de menosprecio, la que facilitó la creación de un mundo femenino aparte, segregado del mundo de los hombres, donde las mujeres encontraban ayuda y afecto y, por qué no, intimidad sexual.

Pero, por otra parte, ¿se precisa poseer evidencia de intimidad física para aceptar la posibilidad de una amistad romántica entre dos mujeres como Rut y Noemí? Pensándolo bien, ni siquiera tenemos constancia de que las parejas que vemos a diario mantienen intimidad sexual. Pero ¿tiene que haberla?

El de Rut y Noemí no sería el único caso de un amor a la vez casto y apasionado del que se tenga registros. Quien se las rebusque, podrá hallar variados testimonios de amistades románticas entre mujeres que, en algún momento de la historia, excluyeron el contacto sexual y no fueron por ello menos intensas ni lujuriosas. Así, por ejemplo, en México, durante el Renacimiento, la religiosa, filósofa y primera gran poeta americana Sor Juana Inés de la Cruz le enviaba estas palabras a la virreina: “Cuando yo mía te llamo, no pretendo que juzguen que eres mía/ sino solo que yo ser tuya quiero”.

Otro ejemplo son los llamados “matrimonios bostonianos”, expresión acuñada por el escritor Henry James en 1886 a raíz de su novela Las bostonianas, en la que describía a dos “nuevas mujeres” que vivían juntas en una relación semejante al matrimonio. La expresión fue ampliamente utilizada en Estados Unidos a finales del silgo XIX para designar este tipo de relaciones monógamas entre dos mujeres, las que eran públicamente conocidas y aceptadas por la élite social. Se trataba, por lo general, de mujeres aristocráticas pioneras en sus profesiones, que preferían concentrarse en sus carreras a expensas del mandato social de la maternidad. Con total independencia del hombre, estas mujeres de la alta sociedad escogían vivir con una compañera, con quien no solo compartían el té en fastuosas tazas de porcelana china, con el dedo meñique ligeramente levantado, sino que también tramaban una íntima amistad de mutua devoción y cuidado, que no excluía, por cierto, los besos y otros juegos eróticos.

Con todo, dudo que lo dicho altere en lo más mínimo la opinión del templo cristiano y la sinagoga. Tampoco son argumentos que conmuevan al oficial del Registro Civil del que hablamos al principio. En buena parte del mundo actual, Rut y Noemí difícilmente llegarían a pronunciar su famoso voto para consagrar su propio matrimonio, aunque fuera un matrimonio bostoniano de lo más ortodoxo. Parece claro que, sin importar si existe intimidad sexual o no, el simple hecho de que dos mujeres se amen con devoción, a despecho de la reverencia que debiesen tributar a un varón, sigue siendo algo aborrecible para muchas personas.

Pero pierden proverbialmente su tiempo buscando en las escrituras el origen y la justificación de su fóbica animadversión. Mientras las páginas que hemos comentado celebran el amor de Rut y Noemí, nada hay en aquel bendito libro que explicite una condena clara y directa hacia el deseo entre mujeres. En realidad, dicha condena provino del uso moderno del gentilicio lesbiana, inspirado en la fama que en la Antigüedad tuvo la isla griega de Lesbos y, en especial, su más conocida residente, la gran poetisa Safo.

Extracto de ¿Macho y hembra los creó? Una historia de la diversidad de género en el mundo antiguo


Deja un comentario

Web construida con WordPress.com.