La Risa de Baubo

Puede ser que una pintura como El origen del mundo nos siga pareciendo algo extraño o excepcional. Sin embargo, las representaciones de la vulva abundan en los registros arqueológicos más antiguos del mundo, testimonios de un pasado humano en que los genitales femeninos, muy lejos de escamotearse, eran considerados sagrados. Existen abundantes representaciones vulvares en pinturas rupestres que datan del Paleolítico, como las que adornan las cavernas de Lascaux o La Ferrassie en Francia. Las hallamos también en numerosas estatuillas femeninas que ostentan su vulva y que eran empleadas en ceremonias, fiestas y todo tipo de rituales durante el Neolítico y la Antigüedad clásica. Especialmente atractivas resultan ciertas figuras desenterradas en Grecia, entre las ruinas del santuario de Eleusis, el centro religioso más importante del mundo antiguo, escenario de los famosos «misterios,» un conjunto de ritos iniciáticos que perduraron por más de dos mil años, desde tiempos arcaicos hasta los estertores del Imperio romano occidental. Estas estatuillas representan mujeres levantándose la falda o directamente mujeres-vulva, es decir, figuras femeninas cuyos rostros aparecen ubicados en el sitio del vientre, rostros risueños provistos de barbillas cuya hendidura en forma de V corresponde a la ranura vulvar y la entrepierna. En estas alocadas figuras lo de arriba se confunde y se permuta con lo de abajo, como si el cuerpo entero hubiese dado una voltereta.

Tales figuras representan a una mujer mítica llamada Baubo o Yambé, la primera mujer, hasta donde se tiene registro, que levantó su falda y mostró orgullosa su vulva sin el menor decoro. Conocemos a Baubo/Yambé debido a su breve pero significativa participación dentro del que, a mi juicio, es el más bello de todos los mitos que nos dejó la antigua cultura grecolatina: la historia del rapto de Perséfone-Koré a manos de Hades y su desesperada búsqueda por parte de su madre, la diosa Deméter. Valga indicar que ambas diosas son divinidades asociadas con la tierra y la agricultura, la vegetación y la fertilidad, en especial, de los cereales como el trigo (de ahí también el nombre latino de Deméter, Ceres). También el raptor, Hades, se vincula con el mundo telúrico, más exactamente con el inframundo, vale decir, el estado inferior del mundo o el «seno» de la Tierra. ¿El ámbito infernal de la muerte? Sí, desde luego. Pero tal espacio no tenía, entre los griegos y los romanos, aquella carga moral que le imprimiera más tarde el cristianismo como sitio de condenación. Igualmente, como el propio mito se encargará de mostrar, la muerte aquí debemos entenderla en su relación con la tierra, que engendra todas las cosas y luego las vuelve a tomar, en un ir y venir constante de muerte y renovación.

Pero, para comenzar con el relato, debemos subir hasta las alturas del Olimpo. Así como hoy vemos a los señores del mundo que, desde la comodidad de sus oficinas en lo alto de encumbrados rascacielos, deciden si habrá guerra en lugares remotos, en los tiempos del mito griego era el Padre Zeus quien, desde su trono sobre las nubes, decidía la suerte de humanos y dioses. Y, en esta ocasión, había resuelto entregar a su hija Koré a su hermano Hades para que fuese su esposa. Por supuesto, ni Koré ni Deméter habían tomado parte en el asunto y desconocían por completo esta decisión. El mito nos presenta a Koré haciéndole honor a su nombre, que significa «niña», “jovencita» o «doncella», una chica libre, sin atadura a un varón. Así, la vemos correteando por colinas y bosques, recogiendo flores despreocupadamente en compañía de sus amigas, las hijas del dios Océano. Cual astuto cazador, Hades hace brotar un hermoso y radiante narciso justo frente a su joven presa. Una vez que la muchacha muerde el anzuelo, el dios surge desde las profundidades de la tierra montado sobre su carro y se lleva a Koré al inframundo para que sea su esposa por la fuerza. Los antiguos mitos griegos están plagados de violaciones de los dioses a humanas y a otras diosas, todos hechos alevosos y casi todos impunes. Como veremos, el rapto de Koré constituye una excepción a esta regla.

Gian Lorenzo Bernini, El rapto de Proserpina (Perséfone), 1622

Angustiada ante la desaparición de su hija y la absoluta indiferencia de los dioses, Deméter decide abandonar el monte Olimpo. Así, mientras la hija palidece de pena en el inframundo, la madre desconsolada adopta la forma de una vieja harapienta y se echa a recorrer las tierras de los humanos buscando infructuosamente a su hija, sin detenerse a beber ni a comer nada. Todo parecía marchar según lo pactado por Zeus y Hades. No obstante, ninguno de ellos pudo anticipar los devastadores efectos que traería la gran aflicción de la diosa de las cosechas. Y es que si la diosa Deméter, dueña de la fertilidad de la tierra, se deprimía y perdía su vitalidad, significaba que el mundo entero quedaba irremediablemente sumido en la esterilidad y la parálisis. Y así ocurrió, exactamente. Al cabo de pocos días, no solo la vegetación se había secado por completo, sino que nada más volvió a germinar sobre la faz de la tierra. Nada nuevo bajo el sol. Los seres humanos tampoco se reproducían. Era ese el primero y el más cruento de todos los inviernos de la Tierra. Un invierno que al parecer no acabaría jamás. Es justamente en este punto del relato donde interviene Baubo, también llamada Yambé. Sus dos nombres provienen de las dos versiones en que el mito se bifurca. En la versión atribuida a Homero, Yambé —de cuyo nombre provienen los antiguos poemas yámbicos o satíricos griegos— será una sirvienta del palacio de los reyes de Eleusis, quienes, sin sospechar que se trataba de una diosa, habían llevado a la anciana Deméter para que sirviera como institutriz de uno de sus hijos. Como la viera tan desganada y triste, obstinada en su interminable ayuno, Yambé procura animar a la diosa. Le ofrece una humilde silla para que descanse, le ofrece también algo para comer y beber, lo que Deméter rechaza terminantemente. Ante esto, nos dice Homero, Yambé opta por pronunciar una serie de palabras obscenas acompañadas con gestos irrisorios que no tardan en sacarle más de una risa a la diosa Deméter.

La otra versión, proveniente de los textos órficos, es la más explícita. Acá no hay palacios ni reyes de Eleusis. Hay, en cambio, una modesta choza donde vive una pareja de campesinos que hospedan a la diosa e intentan brindarle ayuda. La mujer, acá nombrada Baubo —nombre que en griego antiguo significa «vulva»—, realiza una danza obscena ante la abatida Deméter, la que concluye con su gesto más característico: el «ana suromai,» vale decir, el gesto de levantar sus faldas y exponer sus genitales, gesto que provoca la carcajada irrefrenable de la diosa de las cosechas. Tras ello, Deméter muda su humor y acepta de buena gana la bebida ofrecida por Baubo, una bebida enigmática llamada kykeon, que se dice estaba hecha con agua de cebada y menta, además de otros ingredientes secretos, y que cumplía un rol fundamental en los misterios de Eleusis. De hecho, el mito menciona que fue la propia diosa quien, tras revelar su identidad, y en señal de gratitud a la gente de Eleusis, estableció su templo allí e instituyó los famosos misterios.

Lo cierto es que la obscenidad de Baubo/Yambé desencadena el fin del ayuno de Deméter y el restablecimiento de su buen humor. La intervención de la mujer-vulva fue decisiva. Es tras este episodio que Deméter inicia su recuperación, que adquiere un nuevo vigor que, al fin y al cabo, le permitirá torcer la mano de Zeus y recuperar a su hija.

Una vez que son descubiertos por Deméter, a Zeus y a Hades no les quedará más remedio que capitular. El mito nos habla de un acuerdo alcanzado entre los dioses: Deméter se compromete a dejar que el mundo florezca. A cambio, su hija deberá ser devuelta cuanto antes. Y así ocurrió, efectivamente. El poema homérico narra de manera preciosa el reencuentro de la madre con su hija. Deméter aguarda, impaciente en su templo de Eleusis, la llegada de la carroza de Hermes, el mensajero de los dioses que trae de vuelta a Koré. Cuando, al fin, los ve aproximarse «ella corrió hacia su hija, como una ménade corre por una quebrada montañosa.» No obstante, hundida en el seno de la tierra, Koré había experimentado un profundo cambio; ya no era la niña que encontramos al comienzo del relato. Se había transformado en Perséfone, la guía de las almas del inframundo. De hecho, hay quienes han visto en este mito la recreación de un proceso de maduración femenino, del paso de la niñez a la adultez. Sin embargo, no se trata de que Perséfone, la mujer adulta, nazca del sacrificio que involucra la violación de la niña Koré, como si el paso de un estado a otro en la mujer dependiese de su sometimiento a un tirano señor.

El hecho es que, al momento de despedirse del inframundo, Hades le da de comer a Koré-Perséfone los granos de una granada, uno de los frutos prohibidos que abundan en los mitos de todo el mundo. Con ello, se nos dice, la joven diosa quedaba atada, obligada a retornar al inframundo una tercera parte de cada año. Me inclino a pensar que fue la propia Perséfone quien, voluntariamente, y a sabiendas de las consecuencias, decidió probar los granos. No en vano se ha dicho que la historia de Deméter y Perséfone es el más femenino de todos los mitos. Esto no solo se debe al inusual protagonismo que adquieren los caracteres femeninos dentro de un mito que fuera tan popular y prestigioso en el contexto de una cultura patriarcal, como fue la cultura grecolatina, y cuya influencia, se ha dicho ya, ha sido decisiva para la conformación de nuestro imaginario occidental. Hay, además, amarrado al corazón de este mito un verdadero código secreto, un mensaje edificante y práctico que, en cierta medida, aparece velado para nosotros, pero que se mostraba perfectamente nítido a los ojos de las mujeres de la antigüedad.

En realidad hay una tremenda ironía en el desenlace de la historia. Y es que mientras Hades pensaba que había tenido éxito al obligar a Perséfone a pasar cada año una temporada con él, en estricto rigor le había entregado un método eficaz para proteger su independencia y libertad. Seguramente, el dios del inframundo ignoraba que los granos que le dio de comer dejaban estéril a la diosa. Efectivamente, en los antiguos textos médicos griegos y romanos se suelen mencionar las propiedades abortivas de la granada, entre otros frutos y hierbas. En particular, las semillas de granada fueron ampliamente usadas en la antigüedad como método anticonceptivo natural y todavía son empleadas en India, África y la polinesia. A mi entender, el gesto de Baubo, la vulva parlante, nos muestra la clave para comprender la secreta sabiduría que se oculta bajo la cáscara de este mito. Ello explicaría por qué este gesto obsceno resultaba tan santo y tan sagrado a ojos de las mujeres de la antigüedad. Y es que, al mostrar su vulva, Baubo le recuerda a Deméter su poder de dar y quitar la vida. De hecho, si se lee desde una perspectiva cósmica, el desenlace del mito daba por inauguradas las estaciones del año o, más precisamente, la estacionalidad de las cosechas. Esa es, de hecho, la interpretación más superficial y conocida de esta historia: cuando Perséfone se encuentra acompañando a su madre en Eleusis, la tierra brota y entrega sus frutos, el mundo goza de la primavera y el verano; al descender junto a Hades, en cambio, la tierra parece yerma y carente de vida; hablamos del otoño y el invierno. Pero ¿qué nos dice esta moraleja sino que la vida está en constante movimiento, en constante flujo y devenir? Los descensos y ascensos de Koré-Perséfone riman con los ciclos de los astros y los ciclos de la vegetación en su continuo proceso de hacerse y deshacerse, florecer y marchitarse.

Curiosamente, el significado más profundo del «ana suromai» de Baubo (el gesto de exhibir la vulva) se mantiene aún oculto en ciertos chistes y groserías que hasta el día de hoy nos decimos. ¿O acaso despachar a alguien a las partes bajas no constituye la premisa básica de infinidad de groserías? Bien entendido, por ejemplo, mandar a alguien a la concha de su madre no es otra cosa que despacharlo a las partes bajas femeninas, lo que simbólicamente equivale a regresarlo a la tierra, al origen —de nuevo, al «origen del mundo», de todos nuestros mundos—, al útero, la matriz donde ha de disolverse y volverse a crear. Equivale, pues, a matarlo y hacerlo renacer, dentro de una lógica no binaria donde toda negación no puede sino ir de la mano con una subsecuente afirmación.

Extracto de Víboras, putas, brujas. Una historia de la demonización de la mujer desde Eva hasta la Quintrala


2 respuestas a “La Risa de Baubo”

  1. Excelente tu narración, es muy bueno aprender historia, te agradezco mucho por tu relato.
    Ahora voy a leer tu libro: Víboras, Puras, Brujas.
    Gracias
    Jackie Pereda

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