La humanidad andrógina, desde antes del Génesis y hasta después del fin

Antes de la aparición del Génesis bíblico, datado en alguna fecha entre los siglos que van del diez al seis antes de Cristo, la humanidad conoció otros principios. Las primeras grandes civilizaciones humanas florecieron en la histórica región de Mesopotamia, ahí donde hoy en día se ubica la nación de Irak. Los más antiguos testimonios escritos y vestigios arqueológicos procedentes de esta zona conservan la memoria de un mundo pre-patriarcal, en que lo divino no era todavía representado por un personaje masculino y supremo cuya residencia hubiera que buscar allá por los cielos y las altas cumbres. Si los tronos de los dioses del patriarcado no habían sido aún edificados en el alto cielo era sencillamente porque tampoco había aun tronos que eternizar sobre la la faz de la Tierra, ni ejércitos para defenderlos. No había, por tanto, necesidad de apelar a un Dios-Padre-Autoritario con el fin de justificar un orden jerárquico de mundo sobre la base de un mítico desgarramiento original, ni se establecía, recurriendo a esa misma efeméride mítica, una drástica oposición y desigualación de lo humano y lo divino y del hombre y la mujer.

Hacia el cuarto milenio antes de Cristo, los sumerios ya adoraban a una divinidad en cuyo cuerpo se difuminaban los límites del hombre y la mujer, se borraban las barreras materiales y mentales entre estas dos partes aparentemente opuestas, las que quedaban fundidas en una sola, con toda la ambigüedad de lo no-binario, de lo no clasificable. Dicha divinidad era llamada Inanna por los sumerios, mientras que acadios y babilonios la conocerían después con el nombre de Ishtar. Independiente, sin lazos conyugales, en las fuentes más antiguas figura como la deidad principal, ni más ni menos que la “Gran Señora del cielo y la tierra.” Según la antigua creencia sumeria, Inanna se asomaba diariamente en el cielo bajo la forma del lucero Venus; por lo tanto, hacía su aparición dos veces durante la jornada, destacando como la luz más brillante de la aurora y del ocaso. Como diosa de la luna, abarcaba sus fases oscuras y luminosas. Era la luna menguante y creciente, lo destructivo y lo creativo. Se la veía brillar en lo alto del cielo, pero también descendiendo al tenebroso inframundo, al reino de los muertos. En realidad, míresela por donde se la mire, Inanna siempre se presenta como una paradoja.

Inanna, la reina de la noche, relieve mesopotámico de 4000 años de antigüedad

En las tablillas de arcilla que hasta hoy no cesan de aparecer en la arena del golfo pérsico, los sumerios, a quienes debemos la invención de la escritura, dejaron anotado todo cuanto les interesaba. Y, sin duda, el carácter paradójico de Inanna les fascinaba. Estas fuentes presentan a Inanna como la diosa de la fertilidad, la maternidad y el amor sexual, semejante a Afrodita para los griegos y a Venus para los romanos. Pero esta Venus tenía doble cara. Sus modales solían ser varoniles y, para referirse a ella, se hablaba incluso de la diosa barbada.

En los textos cuneiformes sumerios la propia Inanna se presenta diciendo: “Cuando me siento en la taberna soy una mujer, pero verdaderamente soy un joven exuberante (…). Verdaderamente, soy una prostituta que conoce bien el pene. El amigo de un hombre, la amante de una mujer.” Debemos acostumbrarnos a la versatilidad y extraordinaria fluidez con que Inanna recorre los ámbitos más opuestos. Así, la Diosa consigue saltar sin problemas de la mujer al hombre, del cielo a la tierra, de la tierra al inframundo, del altar a la taberna, de la diosa a la prostituta.

“Aunque soy una mujer —insiste Inanna— soy un noble jovencito.” ¿Era Inanna una mujer? ¿Era Inanna un hombre? Escribo estas preguntas consciente de que nuestro aprendizaje cultural suele predisponernos a preguntarnos tales cosas, porque asumimos sin más que todo el mundo, dioses incluidos, debiese definirse por un camino u otro. Pero de seguro los sumerios jamás intentaron dilucidarlo. ¡Quién lo sabe! —contestarían ellos—. ¡Y a quién le importa! Lo cierto es que Inanna era irresistible y todo el mundo caía a sus pies. De modo que sencillamente habría que asumir que Inanna era tanto hombre como mujer. Lo que equivale a decir que la máxima divinidad de la antigua Mesopotamia era una entidad andrógina, fusión del hombre (andro) y la mujer (gyne). Una entidad híbrida capaz de sortear los límites entre los sexos y participar de una doble naturaleza, a la vez femenina y masculina.

No es de extrañar que nuestra noción de género, normativa y binaria, haga cortocircuito con este tipo de figuraciones de la divinidad. Mientras el orden patriarcal se basa en el pensamiento binario para justificar la separación y jerarquización drásticas de la masculinidad y la feminidad, la androginia viene a unir ambas partes creando una entidad mixta o híbrida como expresión de armonía y perfección. De ahí que el andrógino sea una figura deslumbrante que el patriarcado difícilmente ha podido digerir, por lo que usualmente la rechaza como algo estrafalario, si no directamente “contra natura.”

Sabemos, sin embargo, que la naturaleza no se contenta con atenerse a las dos posibilidades morfológicas con las cuales nuestro imaginario cultural ha dibujado los márgenes de los cuerpos posibles. Hay también personas intersexuales que nacen con una anatomía reproductiva o caracteres sexuales —genitales, gónadas y patrones cromosómicos— que combinan características masculinas y femeninas al mismo tiempo. Y aunque la intersexualidad es una variante perfectamente natural en el ser humano, rara vez es pensada en nuestro mundo contemporáneo más que como una anomalía que debe ser corregida mediante prácticas mutiladoras o normalizadoras. No obstante, diversos ejemplos del pasado nos permiten apreciar que los humanos no se privaron de imaginar y representar cuerpos ambiguos, a los que, incluso, les otorgaron un carácter sagrado, considerándolos nada menos que la imagen más ajustada de la plenitud. En particular, el mito del origen andrógino de los seres humanos se reitera en diversas civilizaciones a través de la historia. Su presencia es notoria en las tradiciones grecolatina y hebrea, dos de las vertientes principales que nutren nuestro imaginario cultural patriarcal occidental. Así también, el imaginario cristiano europeo medieval apeló a la figura de la andrógino como expresión de la más alto grado de perfección humana, llegando a vincular el sexo no binario con los ángeles y el cielo, Adán y Eva, y también con Jesús.

Un conocido pasaje del famoso diálogo El banquete, escrito por el filósofo griego Platón, nos muestra una conversación que gira en torno al amor y sus variedades humanas. En este diálogo Platón pone en boca del genial comediógrafo Aristófanes un extraordinario relato de los felices orígenes, de una edad dorada cuando convivían tres géneros humanos, los ancestros remotos de la humanidad posterior. Por entonces, dice Aristófanes, existía el ser masculino y el ser femenino. Pero había también un tercero, un enigmático híbrido de ambos géneros, llamado andrógino. Todos estos seres resaltaban por su excepcional vigor y poseían un cuerpo esférico, con dos caras contrapuestas, cuatro orejas, cuatro brazos, cuatro piernas y dos órganos genitales. De modo que estos seres originales eran dobles: unos eran hombre-hombre, otras mujer-mujer y otres hombre-mujer. Redonditos y felices, a ninguno le faltaba su media naranja y se lo pasaban de lo más bien.

Andrógino, según Platón

Pero, como es común en los mitos que hablan de una plenitud o entereza original, una calamidad no debía tardar en aguar la fiesta. Así, se dice que estos primeros humanos, que eran dos seres en uno, menospreciaron y desafiaron a los dioses olímpicos (¿o es que acaso alguno los necesitaba?). Debido a ello, fueron castigados por Zeus, quien decidió partirlos con su rayo y muy astutamente aumentar el número de sus adoradores, duplicándolos. Acerca de estos seres condenados a la desmembración, Aristófanes dice que cada mitad “hacía esfuerzos para encontrar la otra mitad de que había sido separada; y cuando se encontraban ambas, se abrazaban y se unían, llevadas del deseo de entrar en su antigua unidad, con un ardor tal, que abrazadas perecían de hambre e inacción, no queriendo hacer nada la una sin la otra”.

Este mito griego puede ilustrar bellamente el origen de tres orientaciones sexuales: la homosexualidad, el lesbianismo y la heterosexualidad. Pero, al mismo tiempo, nos pone frente al origen de nuestro desgarramiento, que es también la raíz de nuestras angustias y deseos, de nuestra soledad y nuestra ineludible necesidad del otro, a quien a veces nos allegamos desesperadamente en busca de salvación. Con ello comenzaría también el calvario del ser humano, su distanciamiento y sumisión a dioses altísimos como Zeus, quien nos partió con su rayo para que fuéramos entidades incompletas, para que no fuésemos más que un puñado de hombres y mujeres repartidos por el mundo.

Podría decirse, de hecho, que Zeus castiga a los seres humanos para sentirse más seguro de sí mismo, más confiado en su propia autoridad y omnipotencia. Al mutilar a la humanidad original y acabar con los andróginos, el dios del rayo produjo seres carenciados y anhelantes que tornarían luego a mirar al cielo por sentirse desgraciados y caídos. En rigor, sin una humanidad caída, un dios que reine en los cielos resulta inconcebible.

De manera análoga al mito del andrógino de Platón, es posible advertir la presencia de una androginia primordial del ser humano en el primer relato de la creación de Adán que se lee en el Génesis hebreo. Antes de contarnos el archiconocido cuento de la creación de Adán, y de Eva a partir de su costilla (Génesis 2: 7, 21-25), el texto bíblico nos dice suscintamente:

Creó Dios al hombre a imagen suya, macho y hembra los creó (Génesis 1:27).

De este último pasaje se desprende la idea de una humanidad andrógina creada a imagen y semejanza de una divinidad, en consecuencia, igualmente andrógina. Elohim, uno de los nombres hebreos de Dios (o de los dioses, pues la divinidad del Génesis habla a veces en plural «Hagamos al hombre a nuestra imagen») procede de la combinación del femenino singular Eloh y el masculino plural im. La existencia de huellas de una divinidad andrógina en el Genesis no parece algo impensable hoy en día, puesto que sabemos con certeza que aquel libro es todo menos unitario y coherente. El Génesis es un texto híbrido, un trenzado de relatos procedentes de tradiciones culturales que ciertamente lo anteceden, entre las que debemos destacar las antedichas culturas mesopotámicas.

Con todo, desde la Antiguedad hasta la Edad Media, la apelación a una figura no binaria, ya sea llamada «andrógino» o «hermafrodita,» será una constante del pensamiento religioso abocado a imaginar una temparana humanidad paradisíaca, previa a la caída. Tanto las interpretaciones rabínicas como cristianas observaron en la citada línea del Génesis 1:27 (“Creó Dios al hombre a imagen suya, macho y hembra los creó«) un antecedente del primer prototipo humano que habría contenido al macho y la hembra sin distinción fundidos en una misma entidad. Sobre la base de esta primera referencia a la creación del ser humano, por ejemplo, la tradición midrásica judía imaginó a Adán como un cuerpo híbrido de formas masculinas y femeninas, con dos caras y dos genitales. De acuerdo a esta visión, el cuerpo de Adán, que contenía dentro de sí la costilla de la que Eva sería formada, estaba en consecuencia compuesto por dos sexos hasta que Eva fue extraída de él. La historia de la costilla en Génesis 2 describiría la separación del ser humano andrógino primordial en dos mitades, masculina la una, femenina la otra.

Y Dios dijo vamos a hacer un humano, etc… R. Yermia el hijo de El’zar interpretó de este modo. Cuando la Divinidad (bendita sea) creó al primer humano, Él lo creó andrógino, pues está escrito, «Macho y hembra los creó.» R. Samuel, hijo de Nahman interpretó: Cuando la Divinidad (bendita sea) creó al primer humano, Él lo creó bifronte, y luego lo aserró e hizo una espalda para éste y otra para aquél. [Los rabinos] objetaron a [R. Samuel]: Pero se dice: «Tomó una de sus costillas (tsela;)». A lo que [R. Samuel] respondió [que esto quiere decir]: «uno de sus costados», de manera similar a lo que está escrito: «Y el costado (tsela’) del tabernáculo» [Éxodo 26:20].

Siguiendo esta línea interpretativa, la tradición hebrea expuesta en el Zohar (escrito Castilla en el siglo XIII, pero atribuido a Rabí Shimón Bar Iojai, célebre maestro que vivió a finales del siglo I) alude explícitamente a la ambigüedad y la androginia de los ángeles, como característica propia de seres privilegiados cuya naturaleza los aproxima a Dios. Los ángeles tienen “figura de hombre, figura de león, figura de buey y figura de águila”. Añade el Zohar: “Por ‘figura de hombre’ la Escritura quiere decir figura del macho y la hembra juntos.” De lo anterior se sigue que, al igual que Zeus, el dios hebreo Yahveh habría decidido privar a la humanidad de su entereza o plenitud original, en este caso, mediante su expulsión del Edén. Así, hombres y mujeres estamos impedidos de participar del estado de beatitud propio de los ángeles, vale decir, de aquellos seres andróginos que gravitan inmediatamente alrededor de Dios en las esferas celestiales.

«Hermafrodita», James le Palmer, Omne bonum (ca. 1360-1375)

El filósofo greco-judío e influyente comentador de la Torá, Filo de Alejandría (20 a.C. – 40 d.C.) también intentó reconciliar formalmente ambos relatos del origen del ser humano incluidos en el Génesis. Filo resolvió la aparente contradicción entre ambas versiones, interpretándolas como dos momentos de un mismo proceso de creación. De este modo, el primer humano era un andrógino espiritual, es decir, una entidad aun no manchada por la materia, el sexo y su división. El primer humano era, pues, hombre y mujer. Y, simultáneamente, no era ni hombre ni mujer. Posteriormente, añade Filo, Dios dividió esta entidad en dos cuerpos sexuados. Si bien la interpretación rabínica se reitera aquí, los escritos de Filo de Alejandría influyeron significativamente en las interpretaciones del Génesis de los llamados Padres de la Iglesia Católica. En particular, Orígenes de Alejandría (c.185-254 d.C.) y Gregorio de Nisa (c. 335-395 d.C.) adoptaron la teoría de la androginia del primer ser humano. Para Orígenes, la primera creación describiría a un humano que es a la vez incorpóreo y sexualmente indiferenciado. La segunda creación describiría la infusión del alma inmaterial en el cuerpo y, con ella, la iniciación de la diferencia sexual. Por su parte, Gregorio de Nisa expandiría esta teoría al entender la inmersión del alma humana en un cuerpo sexuado como una directa consecuencia del pecado original.

Adán y Eva conformaban un andrógino angelical, un prototipo perdido de naturaleza humana que reflejaba la pureza divina y trascendía la necesidad de distinciones corporales. Sin embargo, el pecado de la pareja original gatilló la activación de la distinción anatómica y sexual, dividiendo a la entidad original en hombre y mujer. Para Gregorio de Nisa, y más tarde para pensadores católicos medievales como Juan Escoto Eriúgena (c. 810-c. 877), el binarismo sexual reflejaría la condición degradada o caída de los seres humanos. La versión degradada de la inmortalidad vendría a ser nuestra capacidad de reproducirnos. Lo que debiese resultarnos paradójico es que estas interpretaciones cristianas del Génesis consideran que el estado más elevado de la humanidad ocurre en ausencia de la sexualidad binaria. Más aun, la diferencia sexual no es entendida como una parte inherente de la naturaleza humana. Dios instaló la capacidad sexual de los humanos como un aspecto de su realidad caída. Pero esa misma divinidad restauraría a los humanos su perfección andrógina original.

Creación de Eva. San Ambrosio, Hexameron

Paradójicamente, esta interpretación cristiana nos sugiere que la humanidad existió en un antes de la diferenciación sexual y seguiría existiendo en una etapa posterior a ella. La idea de que los seres humanos recobrarían su estado andrógino y angelical tras las resurrección de la carne, en las postrimerías de los tiempos, fue materia de arduos debates durante la Edad Media. Para muchos teólogos, la promesa de la resurrección era también promesa de conciliación de los opuestos y, por ende, promesa de borradura de la distinción sexual, puesto que, como afirmaba San Pablo en su epístola a los Gálatas 3:28, en Cristo «ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.” Como escribe Juan Escoto:

Al resucitar, Cristo no tenía sexo; sin embargo, para confirmar la fe de sus discípulos, luego de su resurrección Él se mostró ante ellos en una forma masculina… Pero ningún creyente debiese creer o pensar bajo ninguna circunstancia que Él permaneció bajo el yugo del sexo después de la resurrección, pues «en Jesucristo ya no hay varón ni mujer,» sino solo el ser humano completo y verdadero, es decir, cuerpo, alma e intelecto sin sexo ni forma finita… La humanidad de Cristo, hecho uno con la divinidad, no está contenida en ningún sitio, no se mueve en ningún tiempo, ni está circunscrita ni a forma ni a sexo alguno, pues ha sido exaltada por sobre todas las cosas… Lo que Cristo ha alcanzado de modo particular, Él se encargará de dispensarlo, de modo general, a toda la humanidad cuando sea el día de nuestra resurrección.

Hermafrodita alquímico, Aurora consurgens, siglo XV.

Teniendo también presente este imaginario de la resurrección, durante el Renacimiento europeo será común hallar textos alquímicos vinculando a Jesucristo con la figura del «hermafrodita,» entendido como el agente transformador del plomo en oro y de la humanidad caída en humanidad glorificada. A finales de la Edad Media y principios del Renacimiento, es posible encontrar la imagen de «Jesús hermafrodita» representando el equilibrio perfecto de rasgos masculinos y femeninos, al tiempo que sugería que transgredir las categorías binarias de género podía conducir a la transformación física y espiritual de los seres humanos.

Hoy en día, vemos que los cristianos conservadores suelen apelar a la historia bíblica de Adán y Eva como prueba de que Dios pretendía que los seres humanos fueran sólo de sexo masculino y femenino. Pero no todas las autoridades religiosas del pasado leyeron el Génesis de esta manera. A despecho de los individuos que, Biblia en mano, declaran hoy que los hombres se definen por la posesión de un pene y la mujeres por poseer vagina, justificando así su fóbica animadversión hacia toda identidad de género que contradiga el binario hombre/mujer, la verdad es que el imaginario cristiano occidental muchas veces se mostró propenso a rebasar esa dicotomía discreta de los sexos, especialmente cuando se trataba de imaginar las coordenadas críticas de la historia santa y el más alto grado de perfección humana. De este modo, mientras que la figura del Adán andrógino llegó a representar la condición de pureza original de la humanidad, la doctrina cristiana de la resurrección, que postulaba que todos los seres humanos reclamarían sus cuerpos al final de los tiempos, también recurrió a una figuración no binaria para describir el tipo de perfección coporal que se precisaba para experimentar la gloria de la eternidad, después del fin de los tiempos.

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