La vulva peregrina

En el poema germano del siglo XIII “La espina de la rosa” (Der Rosendor) un hombre espía a una joven virgen que todos los días, poco antes del amanecer, se introduce a un hermoso jardín para darse un baño en un manantial que corre entre los rosales. Una mañana, mientras la dama se baña, una mágica raíz le roza la entrepierna, otorgándole a su vulva el don del habla. Acto seguido, la vemos enfrascarse en un singular diálogo con su dueña. Ante los fanfarroneos de su sexo, opina la muchacha que lo más importante en una mujer es la buena apariencia que exhibe por fuera. Los hombres valoran, por sobre todas las cosas, su rostro de facciones y contornos correctos y su cuello delicado. No es relevante, entonces, cómo luzcan las partes que oculta allá abajo. Al oír esto, la vulva se siente menospreciada y conmina a la joven a reconocer que es ella la que realmente otorga placer. En un giro descabellado, el debate se intensifica hasta llegar a una ruptura entre la dama y sus genitales. Ambas deciden separarse y seguir cada cual por su camino. No obstante, a fin de cuentas esta separación solo traerá malas consecuencias para ambas. La muchacha sufre el rechazo de su pretendiente quien descubre que no puede tener sexo con ella, en tanto la comunidad se burla de ella, llamándola «la mujer sin coño.” Mientras tanto, la vulva se ofrece a un joven, pero éste la confunde con un sapo y la echa a patadas. Finalmente, la vulva decide volver a la dama para lo cual cuenta con la asistencia del narrador quien la ayuda «clavándola» de nuevo en su sitio.

Tres falos llevan una vulva coronada en procesión. Insignia medieval encontrada en Brujas entre 1375 y 1450
Tres falos llevan una vulva coronada en procesión. Insignia medieval encontrada en Brujas entre 1375 y 1450

Aquella no es la única vulva movediza que encontramos en la imaginación medieval. Insignias profanas o carnavalescas empleadas por los peregrinos de los Países Bajos, que datan de finales del siglo XIV o principios del XV, retratan cómicamente vulvas andariegas antropomorfizadas. Se las puede ver coronadas como reinas, siendo llevadas en procesión por falos antropomorfizados; otras insignias del mismo tipo nos muestran una vulva vestida con el típico sombrero de ala ancha del peregrino; en una mano, lleva un bastón y en la otra, las cuentas de un rosario.

En la Edad Media los destinos de peregrinación más frecuentados eran Roma, Santiago de Compostela y, sobre todo, Jerusalén y Belén. Peregrinar hacia lugares santos era una actividad dotada de una carga espiritual profunda; abandonar el medio social habitual y lanzarse al camino era, en el fondo, reproducir la vida pública de Cristo de quien se nos dice que en ninguna parte encontró piedra donde reposar su cabeza. Pero el peregrinaje era también una actividad en extremo popular: una oportunidad para adquirir experiencias, ampliar el mundo.

Vulva vestida de peregrina, insignia de estaño. Finales del siglo XIV o principios del XV, Países Bajos.
Vulva vestida de peregrina, insignia de estaño. Finales del siglo XIV o principios del XV, Países Bajos.

Emprender un viaje, en aquellos tiempos, era lanzarse a una aventura plagada de peligros, privaciones e incomodidades. Era probable que el peregrino muriese en el camino y no regresara nunca a su hogar. De hecho, una posible explicación para aquellas insignias de vulvas antropomorfas sugiere que eran portadas por los viajeros debido a sus cualidades apotropaicas, es decir, se creía que servían para alejar a los malos espíritus del camino. De ser así, nos encontramos ante una práctica que nos habla de la pervivencia de aspectos de la cosmovisión pagana en la Edad Media cristiana. Otra encarnación de Baubo, ahora bajo la forma de la vulva peregrina.

Una explicación diferente para este tipo de imágenes las sitúa en la órbita de la sátira misógina. En particular, la Iglesia consideraba que peregrinar hacía a los hombres más vulnerables al pecado, debido a las mujeres que pululaban por las rutas de peregrinación. De modo que, de forma por demás elocuente, la vulva peregrina vendría a representar esta desconfianza del patriarcado eclesiástico hacia las mujeres andariegas. Se trata de una representación de la sexualidad “errante” de las mujeres viajeras que daban la espalda al encierro monástico o doméstico. Echarse a andar por los caminos era, en el caso de una mujer, aproximarse a la figura de la prostituta. La literatura misógina medieval era explícita al satirizar a los maridos cornudos que permitían que sus mujeres peregrinaran a los lugares santos. Si entre los hombres la peregrinación adquiría un claro sentido piadoso y hasta ascético, las mujeres, por naturaleza inclinadas a la lujuria, tan solo fingían peregrinar para poder entregarse al desenfreno.  Como dice un refrán medieval:

“Quien construye su casa con ramas de sauce,

o cabalga un caballo ciego por campos abierto,

o permite a su mujer irse de peregrinaje,

es digno de ser colgado en la horca.”

El poeta inglés Geoffrey Chaucer cita este refrán en sus Canterbury Tales, una de las obras más geniales del medioevo europeo. Escrita hacia finales del siglo XIV, The Canterbury Tales nos presenta a grupo de personas de diversas clases sociales que se ha reunido casualmente en una peregrinación. A fin de entretener al grupo durante el largo camino, cada peregrino se compromete a contar un cuento. En cierto momento, una llamativa mujer llamada Alison de Bath o la Esposa de Bath toma la palabra y, antes de contar su cuento, pronuncia un extenso discurso en el que deja en claro su pasión por el peregrinaje y repasa su muy bien nutrida vida conyugal. La mujer, que resulta ser una esposa y viuda proverbial, sobreviviente de cinco matrimonios, recuerda con especial detalle a su quinto y más reciente marido, un estudiante de Oxford, más joven que ella, llamado Jankin. Aunque espléndido amante, Jankin tenía la antipática costumbre de sermonearla todas las noches; tomaba su libro favorito —una antología de autores misóginos donde San Jerónimo ocupa un lugar destacado— y le leía alguna perla de “sabiduría.” Y una noche, dice la viuda, su quinto esposo le leyó el mentado refrán en contra del peregrinaje femenino. Con todo, parece claro que, no bien muerto el quisquilloso marido, la viuda ya estaba en el dintel presta a lanzarse de nuevo al camino.

La esposa de Bath, The Ellesmere Manuscript, s. XV
La esposa de Bath, The Ellesmere Manuscript, s. XV

Alison de Bath es un personaje femenino construido en torno al tópico literario de la “os vulvae” —la homologación de la boca y los genitales femeninos. Deslenguada y buscadora de placeres, la viuda se jacta de que su “bocaza glotona tiene una larga y lasciva cola” (A likerous mouth mostehan a likerous tay). No obstante, como veremos más adelante, el extenso monólogo que sirve de prólogo a su cuento constituye un verdadero hito en la historia de la literatura occidental. Por de pronto, baste con señalar que, al igual que Aristófanes y Ovidio en la antigüedad, Chaucer tiene el mérito de haber procurado crear para la literatura medieval un personaje femenino que no solo sirviese de objeto pasivo para la sátira misógina-patriarcal. Por el contrario, la viuda organiza un contragolpe, articulando una respuesta en extremo elocuente —y llena de resonancias que bien pueden tildarse de “feministas”— a la tradición misógina que consideraba a las mujeres como seres fundamentalmente inferiores, carnales, proclives a la tentación y al pecado.

No es casual que este potencial subversivo provenga de una “vulva peregrina” que además ha enviudado, es decir, de una mujer sin un varón que la contenga y le ponga frenos. Pero si una mujer independiente ya es motivo de alarma para el patriarcado medieval, un grupo de mujeres dejadas a solas puede dar lugar a las peores pesadillas.

Un tema recurrente en la literatura del medioevo es el del círculo de mujeres chismosas, estrechamente vinculado a las ansiedades patriarcales respecto a la existencia de una subcultura femenina antipática a los hombres.  El motivo de la “os vulvae” reaparece aquí en el lugar común del discurso misógino que acusa la avidez e incontinencia coordinadas de las dos bocas de las mujeres. Si a una mujer se le descosía la boca de arriba, si era parlanchina e indiscreta, y si además era glotona y bebedora, todo ello revelaba, sin ningún género de dudas, que su boca de abajo era lasciva e insaciable. El problema, de acuerdo con este cliché misógino, era que las mujeres disimulaban la mayor parte del tiempo. Y no era hasta que se reunían en sus secretos conciliábulos que se mostraban tal como eran: propensas a pecar tanto por la boca superior como por la inferior.

Un extraordinario ejemplo de las ansiedades masculinas ante las reuniones y ágapes privados de las mujeres lo encontramos en un poema titulado La conversación de las dos damas casadas y la viuda (The Tretis Of The Twa Mariit Wemen and the Wedo) escrito por el poeta escocés William Dunbar. En este texto, de finales del siglo XV, nos encontramos nuevamente con un narrador intruso que, dando un paseo bajo la luz de la luna, se encuentra accidentalmente con tres mujeres que conversaban animadamente en un apacible jardín. Una de ellas es una viuda de mediana edad, en tanto que las otras dos son recién casadas. Sin ser visto, el narrador escucha atentamente lo que ellas dicen mientras beben vino en abundancia y dan rienda suelta a las risas. Una de las esposas confiesa, por ejemplo, que la intimidad con su viejo marido le parece algo repulsivo, no solo porque su barba le araña la cara, sino porque su “herramienta” dejaría mucho que desear:

Su barba es tan rígida como los pelos de un feroz jabalí,

pero su miserable herramienta (sary lwme) es tan suave y flexible como la seda.

Las esposas, animadas por la charla, también proceden a burlarse de las escasas destrezas amatorias de sus respectivos cónyuges. Pero sin duda la viuda es la más implacable. Sin piedad, destroza la memoria de su difunto marido abundando en detalles sobre su decepcionante desempeño sexual. Así, la viuda comenta que las contadas veces que su marido la buscaba en la cama, se le montaba de la forma más torpe y desagradable. Entonces, ella no tenía más remedio que imaginarse a otro hombre porque, de lo contrario, nunca podría disfrutar una «cabalgada tan infeliz” (myrthles raid).

Las risas abundan en la plática de la viuda y las dos esposas. Sin embargo, el retrato de Dunbar responde, en buena medida, al estereotipo negativo de la mujer risueña y lasciva que encontramos reiteradamente en la Edad Media. A este respecto, conviene recordar que la literatura de conducta medieval desaconsejaba con severidad tanto la carcajada como la cháchara femenina; lo mismo ocurría respecto a la ingesta de alcohol en las mujeres, especialmente si estaban casadas. Por ejemplo, un manual de conducta inglés titulado Cómo la buena esposa enseñaba a su hija (How the Good Wyf taugte hir Dougter), escrito a mediados del siglo XIV, advertía a las mujeres que no pasaran demasiado tiempo empinando el codo pues eso la arrastraría a la deshonra (For if thou be ofte drunke, it falle thee to schame). Pero esas restricciones, ineludibles en la vida social, no parecen tener validez en la zona franca del jardín donde conversan la viuda y las dos esposas. Están a solas, o al menos creen estarlo. De modo que pueden beber, reír y parlotear y expresarse sonoramente acerca del sexo —único tema que, según la imaginación patriarcal, las obsesiona— poniendo, de paso, en entredicho la virilidad de sus maridos.

Toda esta degradación burlesca de la masculinidad, mediante alusiones a penes fláccidos y cabalgadas infaustas, sin duda lastima los oídos del narrador-intruso del poema de Dunbar. Por momentos, el espectáculo de estas damas risueñas y desenfrenadas parece confundirse con las escenas de aquelarres brujeriles que, hacia finales del siglo XV, ya comenzaban a poblar la imaginación europea. No obstante, la viuda y las tres esposas siguen siendo mujeres. Y, pese al carácter primordialmente satírico del poema, sus risas y comentarios jocosos todavía logran expresar un anhelo femenino profundo y verosímil, un anhelo de libertad, en el sentido más concreto y esencial de libre disposición de sus cuerpos, sus acciones, su desplazamiento. En medio de sus quejas contra su marido, una de las esposas se pregunta en voz alta por qué los humanos no pueden ser como los pájaros ¿O acaso cabe alguna duda de que los pájaros poseen una mejor ley que la de los hombres, una ley que los autoriza a gozar de una nueva pareja cada año? El peregrinaje se presenta, entonces, como la posibilidad de acceder a una libertad parecida a la que disfrutan los pájaros. En esta vida ninguna mujer debiese privarse del placer de peregrinar, dice suspirando la viuda a sus dos amigas. No porque el viaje permita expiar los pecados, y así obtener la salvación, sino porque es el único medio que una mujer dispone para salirse de la jaula, y así conocer este mundo y sus gentes.

Extracto de La Humorista de Eleusis. Una historia de la risa femenina desde la Antigüedad hasta la caza de brujas

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